domingo, 9 de mayo de 2010

Sobre el arte de un escritor

Eduardo Galeano
El mío ha sido un largo camino hacia el desnudamiento de la palabra: desde las primeras tentativas de escribir, cuando era jovencito en una prosa abigarrada, llena de palabras que hoy me dan vergüenza, hasta llegar a un lenguaje que yo quisiera que fuera cada vez más claro, sencillo, y por lo tanto más complejo, porque la sencillez es la hija de una complejidad de creación que no se nota ni tiene que notarse. 
Uno siente primero que el trabajo intelectual consiste en hacer complejo lo simple, y después uno descubre que el trabajo intelectual consiste en hacer simple lo complejo. Y un caso de simplificación no es una tarea de embobamiento, no se trata de simplificar para rebajar de nivel intelectual, ni para negar la complejidad de la vida y de la literatura como expresión de la vida. Por el contrario, se trata de lograr un lenguaje que sea capaz de transmitir electricidad de vida suprimiendo todo lo que no sea digno de existencia. 
Para mí siempre ha sido fundamental la lección del maestro Juan Carlos Onetti, un gran escritor uruguayo muerto hace poco, que me guió los primeros pasos. 
Siempre me decía: "Vos acordate aquello que decían los chinos (yo creo que los chinos no decían eso, pero el viejo se lo había inventado para darle prestigio a lo que decía); las únicas palabras que merecen existir son las palabras mejores que el silencio". Entonces cuando escribo me voy preguntando: ¿estas palabras son mejores que el silencio?, ¿merecen existir realmente? 
Hago una versión, dos o tres, quince, veinte versiones, cada vez más cortas, más apretadas: edición corregida y disminuida. 
Inflación palabraria El problema de la inflación monetaria en América Latina es muy grave, pero la inflación palabraria es tan grave como la monetaria o peor; hay un exceso de circulante atroz. Algunos países han tenido éxito en la lucha contra la inflación monetaria pero la inflación palabraria sigue ahí, tan campante. Lo que me gustaría, modestamente, es ayudar un poquito a esa lucha contra la inflación palabraria. O sea, poder ir desnudando el lenguaje. Es el resultado de un gran esfuerzo, y no concluido, porque nace cada vez: a mí me cuesta escribir ahora tanto como cuando tenía 15 ó 16 años y lloraba ante la hoja de papel en blanco porque no podía. 
¿Función social? 
La literatura tiene siempre una función, aunque no sepa que la tiene, y aunque no quiera tenerla. A mí me hacen gracia los escritores que dicen que la literatura no tiene ninguna función social. A partir del momento que alguien escribe y publica está realizando una función social, porque se publica para otros. Si no, es bastante simple: yo escribo en un sobre y lo mando a mi propia casa, pongo "Cartas de amor a mí mismo" y me emociono al recibirlas. Pero es un círculo masturbatorio (no quiero hablar mal de la masturbación, tiene sus ventajas, pero el amor es mejor porque se conoce gente, como decía el viejo chiste). 
Es imposible imaginar una literatura que no cumpla una función social. A veces la cumple, y es jodido, en un sentido adormecedor, a veces es una literatura del fatalismo, de la resignación, que te invita a aceptar la realidad en lugar de cambiarla, pero a veces es una literatura reveladora, reveladora de las mil y una caras escondidas de una realidad que es siempre más deslumbrante de lo que uno suponía. Por otro lado me parece que lo de la literatura social es una redundancia porque toda literatura es social. Muchas veces una buena novela de amor es más reveladora y ayuda más a la gente a saber quién es, de dónde viene y a dónde puede llegar, que una mala novela de huelgas. No comparto el criterio de una literatura política que además, en general, es aburridísima.




VENTANA SOBRE EL ARTE.

E. GALEANO 
Yo era un muchacho, casi un niño, y quería dibujar. Mintiendo la edad, pude mezclarme con los estudiantes que dibujaban una modelo desnuda.
En las clases yo borroneaba papeles, peleando por encontrar líneas y volúmenes. Aquella mujer en cueros, que iba cambiando de pose, era un desafío para mi mano torpe y nada más: algo así como un jarrón que respiraba.
Pero una noche, en la parada del ómnibus, la vi vestida por primera vez. Al subir al ómnibus, la pollera se alzó y le descubrió el nacimiento del muslo. Y entonces mi cuerpo ardió.


Los diez mandamientos del escritor de ficción (Nancy Kress)

1. Escribe regularmente. Si no tienes mucho tiempo, escribe al menos cinco minutos por día. 2. Escribe el tipo de ficción que amas leer. 3. No esperes a la inspiración para comenzar. 4. Escribir es reescribir. Siempre. 5. Escucha todas las críticas con la mente bien abierta. 6. Lee todo lo que puedas. Y más también. 7. No sigas las tendencias en boga. Cuenta las historias que desees y como desees. 8. Dedica especial atención al primer párrafo. El que pega primero, pega dos veces. 9.Trata de "convertirte" en tus personajes mientras los escribes.10. No te desanimes ante un rechazo. Al 90 por ciento de los escritores más exitosos les dijeron al menos una vez que se dedicaran a otra cosa.  

Para contar historias (Gabriel García Márquez)

  Empiezo por decirles que esto de los talleres se me ha convertido en un vicio. Yo lo único que he querido hacer en mi vida -y lo único que he hecho más o menos bien- es contar historias. Pero nunca imaginé que fuera tan divertido contarlas colectivamente. Les confieso que para mí la estirpe de los griots, de los cuenteros, de esos venerables ancianos que recitan apólogos y dudosas aventuras de Las mil y una noches en los zocos marroquíes, esa estirpe, es la única que no está condenada a cien años de soledad ni a sufrir la maldición de Babel. Era una lástima que nuestro esfuerzo quedara confinado a estas cuatro paredes, a los contados participantes de uno u otro taller. Bueno, les anuncio que muy pronto romperemos el cascarón. Nuestras reflexiones y discusiones, que hemos tenido el cuidado de grabar, se transcribirán y serán publicadas en libro, el primero de los cuales se titulará Cómo se cuenta un cuento. Muchos lectores podrán compartir entonces nuestras búsquedas y además nosotros mismos, gracias a la letra impresa, podremos seguir paso a paso el proceso creador con sus saltos repentinos o sus minúsculos avances y retrocesos. Hasta ahora me había parecido difícil, por no decir imposible, observar en detalle los caprichosos vaivenes de la imaginación, sorprender el momento exacto en que surge una idea, como el cazador que descubre de pronto en la mirilla de su fusil el instante preciso en que salta la liebre. Pero con el texto delante creo que será fácil hacer eso. Uno podrá volver atrás y decir: “Aquí mismo fue”. Porque uno se dará cuenta de que a partir de ahí -de esa pregunta, ese comentario, esa inesperada sugerencia- fue cuando la historia dio un vuelco, tomó forma y se encauzó definitivamente. Una de las confusiones más frecuentes, en cuanto al propósito del taller, consiste en creer que venimos aquí a escribir guiones o proyectos de guión. Es natural. Casi todos ustedes son o quieren ser guionistas, escriben o aspiran a escribir para la televisión y el cine, y como esto es una escuela de cine y televisión, precisamente, es lógico que al llegar aquí mantengan los hábitos mentales del oficio. Siguen pensando en términos de imagen, estructuras dramáticas, escenas y secuencias, ¿no es así? Pues bien: olvídenlo. Estamos aquí para contar historias. Lo que nos interesa aprender aquí es cómo se arma un relato, cómo se cuenta un cuento. 
Me pregunto, sin embargo, hablando con entera franqueza, si eso es algo que se pueda aprender. No quisiera descorazonar a nadie, pero estoy convencido de que el mundo se divide entre los que saben contar historias y los que no, así como, en un sentido más amplio, se divide entre los que cagan bien y los que cagan mal, o, si la expresión les parece grosera, entre los que obran bien y los que obran mal, para usar un piadoso eufemismo mexicano. Lo que quiero decir es que el cuentero nace, no se hace. Claro que el don no basta. A quien sólo tiene la aptitud pero no el oficio, le falta mucho todavía: cultura, técnica, experiencia... Eso sí: posee lo principal. Es algo que recibió de la familia, probablemente no sé si por la vía de los genes o de las conversaciones de sobremesa. Esas personas que tienen aptitudes innatas suelen contar hasta sin proponérselo, tal vez porque no saben expresarse de otra manera. Yo mismo, para no ir más lejos, soy incapaz de pensar en términos abstractos. De pronto me preguntan en una entrevista cómo veo el problema de la capa de ozono o qué factores, a mi juicio, determinarán el curso de la política latinoamericana en los próximos años, y lo único que se me ocurre es contarles un cuento. Por suerte, ahora se me hace mucho más fácil, porque además de la vocación tengo la experiencia y cada vez logro condensarlos más y por tanto aburrir menos. La mitad de los cuentos con que inicié mi formación se los escuché a mi madre. Ella tiene ahora ochenta y siete años y nunca oyó hablar de discursos literarios, ni de técnicas narrativas, ni de nada de eso, pero sabía preparar un golpe de efecto, guardarse un as en la manga mejor que los magos que sacan pañuelitos y conejos del sombrero. Recuerdo cierta vez que estaba contándonos algo, y después de mencionar a un tipo que no tenía nada que ver con el asunto, prosiguió su cuento tan campante, sin volver a hablar de él, hasta que casi llegando al final, ¡paff!, de nuevo el tipo -ahora en primer plano, por decirlo así-, y todo el mundo boquiabierto, y yo preguntándome, ¿dónde habrá aprendido mi madre esa técnica, que a uno le toma toda una vida aprender? Para mí, las historias son como juguetes y armarlas de una forma u otra es como un juego. Creo que si a un niño lo pusieran ante un grupo de juguetes con características distintas, empezaría jugando con todos pero al final se quedaría con uno. Ese uno sería la expresión de sus aptitudes y su vocación. Si se dieran las condiciones para que el talento se desarrollara a lo largo de toda una vida, estaríamos descubriendo uno de los secretos de la felicidad y la longevidad. El día que descubrí que lo único que realmente me gustaba era contar historias, me propuse hacer todo lo necesario para satisfacer ese deseo. Me dije: esto es lo mío, nada ni nadie me obligará a dedicarme a otra cosa. No se imaginan ustedes la cantidad de trucos, marrullerías, trampas y mentiras que tuve que hacer durante mis años de estudiante para llegar a ser escritor, para poder seguir mi camino, porque lo que querían era meterme a la fuerza por otro lado. 
Llegué inclusive a ser un gran estudiante para que me dejaran tranquilo y poder seguir leyendo poesías y novelas, que era lo que a mí me interesaba. Al final del cuarto año de bachillerato -un poco tarde, por cierto- descubrí una cosa importantísima, y es que si uno pone atención a la clase después no tiene que estudiar ni estar con la angustia permanente de las preguntas y los exámenes. A esa edad, cuando uno se concentra lo absorbe todo como una esponja. Cuando me di cuenta de eso hice dos años -el cuarto y el quinto- con calificaciones máximas en todo. Me exhibían como un genio, el joven de 5 en todo, y a nadie le pasaba por la cabeza que eso yo lo hacía para no tener que estudiar y seguir metido en mis asuntos. Yo sabía muy bien lo que me traía entre manos. Modestamente, me considero el hombre más libre del mundo -en la medida en que no estoy atado a nada ni tengo compromisos con nadie- y eso se lo debo a haber hecho durante toda la vida única y exclusivamente lo que he querido, que es contar historias. Voy a visitar a unos amigos y seguramente les cuento una historia; vuelvo a casa y cuento otra, tal vez la de los amigos que oyeron la historia anterior; me meto en la ducha y, mientras me enjabono, me cuento a mí mismo una idea que venía dándome vueltas en la cabeza desde hacía varios días... Es decir, padezco de la bendita manía de contar. Y me pregunto: esa manía, ¿se puede trasmitir? ¿Las obsesiones se enseñan? Lo que sí puede hacer uno es compartir experiencias, mostrar problemas, hablar de las soluciones que encontró y de las decisiones que tuvo que tomar, por qué hizo esto y no aquello, por qué eliminó de la historia una determinada situación o incluyó un nuevo personaje... ¿No es eso lo que hacen también los escritores cuando leen a otros escritores? Los novelistas no leemos novelas sino para saber cómo están escritas. Uno las voltea, las desatornilla, pone las piezas en orden, aísla un párrafo, lo estudia, y llega un momento en que puede decir: “Ah, sí, lo que hizo éste fue colocar al personaje aquí y trasladar esa situación para allá, porque necesitaba que más allá...” En otras palabras, uno abre bien los ojos, no se deja hipnotizar, trata de descubrir los trucos del mago. La técnica, el oficio, los trucos son cosas que se pueden enseñar y de las que un estudiante puede sacar buen provecho. Y eso es todo lo que quiero que hagamos en el taller: intercambiar experiencias, jugar a inventar historias, y en el ínterin ir elaborando las reglas del juego. Éste es el sitio ideal para intentarlo. En una cátedra de literatura, con un señor sentado allá arriba soltando imperturbable un rollo teórico, no se aprenden los secretos del escritor. El único modo de aprenderlos es leyendo y trabajando en taller. Es aquí donde uno ve con sus propios ojos cómo crece una historia, cómo se va descartando lo superfluo, cómo se abre de pronto un camino donde sólo parecía haber un callejón sin salida... Por eso no deben traerse aquí historias muy complejas o elaboradas, porque la gracia del asunto consiste en partir de una simple propuesta, no cuajada todavía, y ver si entre todos somos capaces de convertirla en una historia que, a su vez, pueda servir de base a un guión televisivo o cinematográfico. A las historias para largometrajes hay que dedicarles un tiempo del que ahora no disponemos. La experiencia nos dice que las historias sencillas, para cortos o mediometrajes, son las que mejor funcionan en el taller. Le dan al trabajo una dinámica especial. Ayudan a conjurar uno de los mayores peligros que nos acechan, que es la fatiga y el estancamiento. Tenemos que esforzarnos para que nuestras sesiones de trabajo sean realmente productivas. A veces se habla mucho pero se produce poco. Y nuestro tiempo es demasiado escaso y por tanto demasiado valioso para malgastarlo en charlatanerías. Eso no quiere decir que vayamos a sofocar la imaginación, entre otras cosas porque aquí funciona también el principio del brain-storming hasta los disparates que se le ocurren a uno deben tomarse en cuenta porque a veces, con un simple giro, dan paso a soluciones muy imaginativas. No se concibe al participante de un taller que no sea receptivo a la crítica. Esto es una operación de toma y daca, hay que estar dispuesto a dar golpes y a recibirlos. ¿Dónde está la frontera entre lo permisible y lo inaceptable? Nadie lo sabe. Uno mismo la fija. Por lo pronto uno tiene que tener muy claro cuál es la historia que quiere contar. Partiendo de ahí, tiene que estar dispuesto a luchar por ella con uñas y dientes, o bien, llegado el caso, ser suficientemente flexible y reconocer que tal como uno la imagina, la historia no tiene posibilidades de desarrollo, por lo menos a través del lenguaje audiovisual. Esa mezcla de intransigencia y flexibilidad suele manifestarse en todo lo que uno hace, aunque a menudo adopte formas distintas. Yo, por ejemplo considero que los oficios de novelista y de guionista son radicalmente diferentes. Cuando estoy escribiendo una novela me atrinchero en mi mundo y no comparto nada con nadie. Soy de una arrogancia, una prepotencia y una vanidad absolutas. ¿Por qué? Porque creo que es la única manera que tengo de proteger al feto, de garantizar que se desarrolle como lo concebí. Ahora bien, cuando termino o considero casi terminada una primera versión, siento la necesidad de oír algunas opiniones y les paso los originales a unos pocos amigos. Son amigos de muchos años, en cuyos criterios confío y a quienes pido, por tanto, que sean los primeros lectores de mis obras. Confío en ellos no porque acostumbren a celebrarlas diciendo qué bien, qué maravilla, sino porque me dicen francamente qué encuentran mal, qué defectos les ven, y sólo con eso me prestan un enorme servicio. Los amigos que sólo ven virtudes en lo que escribo podrán leerme con más calma cuando ya el libro esté editado; los que son capaces de ver también defectos, y de señalármelos, ésos son los lectores que necesito antes. Claro que siempre me reservo el derecho de aceptar o no las críticas, pero lo cierto es que no suelo prescindir de ellas. Bueno, ese es el retrato del novelista ante sus críticos. El del guionista es muy diferente. Para nada se necesita más humildad en este mundo que para ejercer con dignidad el oficio de guionista. Se trata de un trabajo creador que es también un trabajo subalterno. Desde que uno empieza a escribir sabe que esa historia, una vez terminada, y sobre todo, una vez filmada, ya no será suya. Uno recibirá un crédito en pantalla, cierto -casi siempre mezclado con solícitos colaboradores, incluido el propio director- pero el texto que uno escribió ya se habrá diluido en un conjunto de sonidos e imágenes elaborado por otros, los miembros del equipo. El gran caníbal es siempre el director, que se apropia de la historia, se identifica con ella y le mete todo su talento y su oficio y sus huevos para que se convierta finalmente en la película que vamos a ver. Es él quien impone el punto de vista definitivo, y en ese sentido es mucho más autoritario que los guionistas y los narradores. Yo creo que quien lee una novela es más libre que quien ve una película. El lector de novelas se imagina las cosas como quiere -rostros, ambientes, paisajes...- mientras que el espectador de cine o el televidente no tiene más remedio que aceptar la imagen que le muestra la pantalla, en un tipo de comunicación tan impositiva que no deja margen a las opciones personales. ¿Saben ustedes por qué no permito que Cien años de soledad se lleve al cine? Porque quiero respetar la inventiva del lector, su soberano derecho a imaginar la cara de la tía Úrsula o del Coronel como le venga en gana. 
Pero, en fin, me he alejado bastante del tema, que no es ni siquiera el trabajo del guionista, sino lo que podemos hacer para seguir alimentando la manía de contar, que todos padecemos en mayor o menor grado. Por lo pronto, tenemos que concentrar nuestras energías en los debates del taller. Alguien me preguntó si no sería posible matar dos pájaros de un tiro asistiendo por las mañanas al taller de fotografía submarina que se está realizando aquí mismo, y le contesté que no me parecía una buena idea. Si uno quiere ser escritor tiene que estar dispuesto a serlo veinticuatro horas al día, los trescientos sesenta y cinco días del año. ¿Quién fue el que dijo aquello de que si me llega la inspiración me encontrará escribiendo? Ése sabía lo que decía. Los diletantes pueden darse el lujo de mariposear, de pasarse la vida saltando de una cosa a otra sin ahondar en ninguna, pero nosotros no. El nuestro es un oficio de galeotes, no de diletantes. (Fuente: Ciudad Seva de Luis López Nievas. http://www.ciudadseva.com/Posted by Esteban Pinotti. http://estebanpinotti.blogia.com/2006/071319-para-contar-historias-gabriel-garcia-marquez-.php)
Galeote: esclavo que remaba en las galeras. Generalmente, como forma de pago por un delito cometido. Pero muchas veces por haber luchado como soldado en el bando perdedor de un combate. Debido al esfuerzo requerido en este trabajo, era considerado exclusivamente masculino. Es una de las ocupaciones más antiguas de la historia, ya que las galeras se impulsaban con remos.
Diletante: Persona que se dedica a un arte o ciencia por diversión, sin vocación.


ROBERTO ARLT El jorobadito

  Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado.
  Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto.
  Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad.
  Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas.
  No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.
  Pero estaba escrito que de un deforme debían provenirme tantas dificultades.
  Recuerdo (y esto a vía de información para los aficionados a la teosofía y la metafísica) que desde mi tierna infancia me llamaron la atención los contrahechos. Los odiaba al tiempo que me atraían, como detesto y me llama la profundidad abierta bajo la balconada de un noveno piso, a cuyo barandal me he aproximado más de una vez con el corazón temblando de cautela y delicioso pavor. Y así como frente al vacío no puedo sustraerme al terror de imaginarme cayendo en el aire con el estómago contraído en la asfixia del desmoronamiento, en presencia de un deforme no puedo escapar al nauseoso pensamiento de imaginarme corcoveado, grotesco, espantoso, abandonado de todos, hospedado en una perrera, perseguido por traíllas de chicos feroces que me clavarían agujas en la giba...
  Es terrible..., sin contar que todos los contrahechos son seres perversos, endemoniados, protervos..., de manera que al estrangularlo a Rigoletto me creo con derecho a afirmar que le hice un inmenso favor a la sociedad, pues he librado a todos los corazones sensibles como el mío de un espectáculo pavoroso y repugnante. Sin añadir que el jorobadito era un hombre cruel. Tan cruel que yo me veía obligado a decirle todos los días:
  –Mirá, Rigoletto, no seas perverso. Prefiero cualquier cosa a verte pegándole con un látigo a una inocente cerda. ¿Qué te ha hecho la marrana? Nada. ¿No es cierto que no te ha hecho nada?...
  –¿Qué se le importa?
  –No te ha hecho nada, y vos contumaz, obstinado, cruel, desfogas tus furores en la pobre bestia...
  –Como me embrome mucho la voy a rociar de petróleo a la chancha y luego le prendo fuego.
  Después de pronunciar estas palabras, el jorobadito descargaba latigazos en el crinudo lomo de la bestia, rechinando los dientes como un demonio de teatro. Y yo le decía:
  –Te voy a retorcer el pescuezo, Rigoletto. Escuchá mis paternales advertencias, Rigoletto. Te conviene...
  Predicar en el desierto hubiera sido más eficaz. Se regocijaba en contravenir mis órdenes y en poner en todo momento en evidencia su temperamento sardónico y feroz. Inútil era que prometiera zurrarle la badana o hacerle salir la joroba por el pecho de un mal golpe. El continuaba observando una conducta impura.
  Volviendo a mi actual situación diré que si hay algo que me reprocho, es haber recaído en la ingenuidad de conversar semejantes minucias a los periodistas.
  Creía que las interpretarían, más heme aquí ahora abocado a mi reputación menoscabada, pues esa gentuza lo que menos ha escrito es que soy un demente, afirmando con toda seriedad que bajo la trabazón de mis actos se descubren las características de un cínico perverso.
  Ciertamente, que mi actitud en la casa de la señora X, en compañía del jorobadito, no ha sido la de un miembro inscripto en el almanaque de Gotha. No. Al menos no podría afirmarlo bajo mi palabra de honor.
  Pero de este extremo al otro, en el que me colocan mis irreductibles enemigos, media una igual distancia de mentira e incomprensión. Mis detractores aseguran que soy un canalla monstruoso, basando esta afirmación en mi jovialidad al comentar ciertos actos en los que he intervenido, como si la jovialidad no fuera precisamente la prueba de cuán excelentes son las condiciones de mi carácter y qué comprensivo y tierno al fin y al cabo.
  Por otra parte, si hubiera que tamizar mis actos, ese tamiz a emplearse debería llamarse Sufrimiento. Soy un hombre que ha padecido mucho. No negaré que dichos padecimientos han encontrado su origen en mi exceso de sensibilidad, tan agudizada que cuando me encontraba frente a alguien he creído percibir hasta el matiz del color que tenían sus pensamientos, y lo más grave es que no me he equivocado nunca. Por el alma del hombre he visto pasar el rojo del odio y el verde del amor, como a través de la cresta de una nube los rayos de luna más o menos empalidecidos por el espesor distinto de la masa acuosa. Y personas hubo que me han dicho:
  –¿Recuerda cuando usted, hace tres años, me dijo que yo pensaba en tal cosa? No se equivocaba.–He caminado así, entre hombres y mujeres, percibiendo los furores que encrespaban sus instintos y los deseos que envaraban sus intenciones, sorprendiendo siempre en las laterales luces de la pupila, en el temblor de los vértices de los labios y en el erizamiento casi invisible de la piel de los párpados, lo que anhelaban, retenían o sufrían. Y jamás estuve más solo que entonces, que cuando ellos y ellas eran transparentes para mí.
  De este modo, involuntariamente, fui descubriendo todo el sedimento de bajeza humana que encubren los actos aparentemente más leves, y hombres que eran buenos y perfectos para sus prójimos, fueron, para mí, lo que Cristo llamó sepulcros encalados. Lentamente se agrió mi natural bondad convirtiéndome en un sujeto taciturno e irónico. Pero me voy apartando, precisamente, de aquello a lo cual quiero aproximarme y es la relación del origen de mis desgracias. Mis dificultades nacen de haber conducido a la casa de la señora X al infame corcovado.
  En la casa de la señora X yo "hacía el novio" de una de las niñas. Es curioso. Fui atraído, insensiblemente, a la intimidad de esa familia por una hábil conducta de la señora X, que procedió con un determinado exquisito tacto y que consiste en negarnos un vaso de agua para poner a nuestro alcance, y como quien no quiere, un frasco de alcohol. Imagínense ustedes lo que ocurriría con un sediento. Oponiéndose en palabras a mis deseos. Incluso, hay testigos. Digo esto para descargo de mi conciencia. Más aún, en circunstancias en que nuestras relaciones hacían prever una ruptura, yo anticipé seguridades que escandalizaron a los amigos de la casa. Y es curioso. Hay muchas madres que adoptan este temperamento, en la relación que sus hijas tienen con los novios, de manera que el incauto –si en un incauto puede admitirse un minuto de lucidez– observa con terror que ha llevado las cosas mucho más lejos de lo que permitía la conveniencia social.
  Y ahora volvamos al jorobadito para deslindar responsabilidades. La primera vez que se presentó a visitarme en mi casa, lo hizo en casi completo estado de ebriedad, faltándole el respeto a una vieja criada que salió a recibirlo y gritando a voz en cuello de manera que hasta los viandantes que pasaban por la calle podían escucharle:
  –¿Y dónde está la banda de música con que debían festejar mi hermosa presencia? Y los esclavos que tienen que ungirme de aceite, ¿dónde se han metido? En lugar de recibirme jovencitos con orinales, me atiende una vieja desdentada y hedionda. ¿Y ésta es la casa en la cual usted vive?–Y observando las puertas recién pintadas, exclamó enfáticamente:–¡Pero esto no parece una casa de familia sino una ferretería! Es simplemente asqueroso. ¿Cómo no han tenido la precaución de perfumar la casa con esencia de nardo, sabiendo que iba a venir? ¿No se dan cuenta de la pestilencia de aguarrás que hay aquí?
  ¿Reparan ustedes en la catadura del insolente que se había posesionado de mi vida?
  Lo cual es grave, señores, muy grave.
  Estudiando el asunto recuerdo que conocí al contrahecho en un café; lo recuerdo perfectamente. Estaba yo sentado frente a una mesa, meditando, con la nariz metida en mi taza de café, cuando, al levantar la vista distinguí a un jorobadito que con los pies a dos cuartas del suelo y en mangas de camisa, observábame con toda atención, sentado del modo más indecoroso del mundo, pues había puesto la silla al revés y apoyaba sus brazos en el respaldo de ésta.
  Como hacía calor se había quitado el saco, y así descaradamente en cuerpo de camisa, giraba sus renegridos ojos saltones sobre los jugadores de billar. Era tan bajo que apenas si sus hombros se ponían a nivel con la tabla de la mesa. Y, como les contaba, alternaba la operación de contemplar la concurrencia, con la no menos importante de examinar su reloj pulsera, cual si la hora que éste marcara le importara mucho más que la señalada en el gigantesco reloj colgado de un muro del establecimiento.
  Pero, lo que causaba en él un efecto extraño, además de la consabida corcova, era la cabeza cuadrada y la cara larga y redonda, de modo que por el cráneo parecía un mulo y por el semblante un caballo.
  Me quedé un instante contemplando al jorobadito con la curiosidad de quien mira un sapo que ha brotado frente a él; y éste, sin ofenderse, me dijo:
  –Caballero, ¿será tan amable usted que me permita sus fósforos?
  Sonriendo, le alcancé mi caja; el contrahecho encendió su cigarro medio consumido y después de observarme largamente, dijo:
  –¡Qué buen mozo es usted! Seguramente que no deben faltarle novias.
  La lisonja halaga siempre aunque salga de la boca de un jorobado, y muy amablemente le contesté que sí, que tenía una muy hermosa novia, aunque no estaba muy seguro de ser querido por ella, a lo cual el desconocido, a quien bauticé en mi fuero interno con el nombre de Rigoletto, me contestó después de escuchar con sentenciosa atención mis palabras:
  –No sé por qué se me ocurre que usted es de la estofa con que se fabrican excelentes cornudos.–Y antes que tuviera tiempo de sobreponerme a la estupefacción que me produjo su extraordinaria insolencia, el cacaseno continuó:–Pues yo nunca he tenido novia, créalo, caballero... le digo la verdad...
  –No lo dudo– repliqué sonriendo ofensivamente–, no lo dudo...
  –De lo que me alegro, caballero, porque no me agradaría tener un incidente con usted...
  Mientras él hablaba yo vacilaba si levantarme y darle un puntapié en la cabeza o tirarle a la cara el contenido de mi pocillo de café, pero recapacitándolo me dije que de promoverse un altercado allí, el que llevaría todas las de perder era yo, y cuando me disponía a marcharme contra mi voluntad porque aquel sapo humano me atraía con la inmensidad de su desparpajo, él, obsequiándome con la más graciosa sonrisa de su repertorio que dejaba al descubierto su amarilla dentadura de jumento, dijo:
  –Este reloj pulsera me cuesta veinticinco pesos...; esta corbata es inarrugable y me cuesta ocho pesos...; ¿ve estos botines?, treinta y dos pesos, caballero. ¿Puede alguien decir que soy un pelafustán? ¡No, señor! ¿No es cierto?
  –¡Claro que sí!
  Guiñó arduamente los ojos durante un minuto, luego moviendo la cabeza como un osezno alegre, prosiguió interrogador y afirmativo simultáneamente:
  –Qué agradable es poder confesar sus intimidades en público, ¿no le parece, caballero? ¿Hay muchos en mi lugar que pueden sentarse impunemente a la mesa de un café y entablar una amable conversación con un desconocido como lo hago yo? No. Y, ¿por qué no hay muchos, puede contestarme?
  –No sé...
  –Porque mi semblante respira la santa honradez.
  Satisfechísimo de su conclusión, el bufoncillo se restregó las manos con satánico donaire, y echando complacidas miradas en redor prosiguió:
  –Soy más bueno que el pan francés y más arbitrario que una preñada de cinco meses. Basta mirarme para comprender de inmediato que soy uno de aquellos hombres que aparecen de tanto en tanto sobre el planeta como un consuelo que Dios ofrece a los hombres en pago de sus penurias, y aunque no creo en la santísima Virgen, la bondad fluye de mis palabras como la piel del Himeto.
  Mientras yo desencajaba los ojos asombrados, Rigoletto continuó:
  –Yo podría ser abogado ahora, pero como no he estudiado no lo soy. En mi familia fui profesional del betún.
  –¿Del betún?
  –Sí, lustrador de botas..., lo cual me honra, porque yo solo he escalado la posición que ocupo. ¿O le molesta que haya sido profesional? ¿Acaso no se dice "técnico de calzado" el último remendón de portal, y "experto en cabellos y sus derivados" el rapabarbas, y profesor de baile el cafishio profesional?...
  Indudablemente, era aquél el pillete más divertido que había encontrado en mi vida.
  –¿Y ahora qué hace usted?
  –Levanto quinielas entre mis favorecedores, señor. No dudo que usted será mi cliente. Pida informes...
  –No hace falta...
  –¿Quiere fumar usted, caballero?
  –¡Cómo no!
  Después que encendí el cigarro que él me hubo ofrecido, Rigoletto apoyó el corto brazo en mi mesa y di jo:
  –Yo soy enemigo de contraer amistades nuevas porque la gente generalmente carece de tacto y educación, pero usted me convence.... me parece una persona muy de bien y quiero ser su amigo–dicho lo cual, y ustedes no lo creerán, el corcovado abandonó su silla y se instaló en mi mesa.
  Ahora no dudarán ustedes de que Rigoletto era el ente más descarado de su especie, y ello me divirtió a punto tal que no pude menos de pasar el brazo por encima de la mesa y darle dos palmadas amistosas en la giba.
  Quedóse el contrahecho mirándome gravemente un instante; luego lo pensó mejor, y sonriendo, agregó:
  –¡Que le aproveche, caballero, porque a mí no me ha dado ninguna suerte!
  Siempre dudé que mi novia me quisiera con la misma fuerza de enamoramiento que a mí me hacía pensar en ella durante todo el día, como en una imagen sobrenatural.
  Por momentos la sentía implantada en mi existencia semejante a un peñasco en el centro de un río. Y esta sensación de ser la corriente dividida en dos ondas cada día más pequeñas por el crecimiento del peñasco, resumía mi deleite de enamoramiento y anulación. ¿Comprenden ustedes? La vida que corre en nosotros se corta en dos raudales al llegar a su imagen, y como la corriente no puede destruir la roca, terminamos anhelando el peñasco que aja nuestro movimiento y permanece inmutable.
  Naturalmente, ella desde el primer día que nos tratamos, me hizo experimentar con su frialdad sonriente el peso de su autoridad. Sin poder concretar en qué consistía el dominio que ejercía sobre mí, éste se traducía como la presión de una atmósfera sobre mi pasión. Frente a ella me sentía ridículo, inferior sin saber precisar en qué podía consistir cualquiera de ambas cosas.
  De más está decir que nunca me atreví a besarla, porque se me ocurría que ella podía considerar un ultraje mi caricia. Eso sí, me era más fácil imaginármela entregada a las caricias de otro, aunque ahora se me ocurre que esa imaginación pervertida era la consecuencia de mi conducta imbécil para con ella.
  En tanto, mediante esas curiosas transmutaciones que obra a veces la alquimia de las pasiones, comencé a odiarla rabiosamente a la madre, responsabilizándola también, ignoro por qué, de aquella situación absurda en que me encontraba. Si yo estaba de novio en aquella casa debíase a las arterias de la maldita vieja, y llegó a producirse en poco tiempo una de las situaciones más raras de que haya oído hablar, pues me retenía en la casa, junto a mi novia, no el amor a ella, sino el odio al alma taciturna y violenta que envasaba la madre silenciosa, pesando a todas horas cuántas probabilidades existían en el presente de que me casara o no con su hija. Ahora estaba aferrado al semblante de la madre como a una mala injuria inolvidable o a una humillación atroz. Me olvidaba de la muchacha que estaba a mi lado para entretenerme en estudiar el rostro de la anciana, abotagado por el relajamiento de la red muscular, terroso, inmóvil por momentos como si estuviera tallado en plata sucia, y con ojos negros, vivos e insolentes.
  Las mejillas estaban surcadas por gruesas arrugas amarillas, y cuando aquel rostro estaba inmóvil y grave, con los ojos desviados de los míos, por ejemplo, detenidos en el plafón de la sala, emanaba de esa figura envuelta en ropas negras tal implacable voluntad, que el tono de la voz, enérgico y recio, lo que hacía era sólo afirmarla.
  Yo tuve la sensación, en un momento dado, que esa mujer me aborrecía, porque la intimidad, a la cual ella "involuntariamente" me había arrastrado, no aseguraba en su interior las ilusiones que un día se había hecho respecto a mí.
  Y a medida que el odio crecía, y lanzaba en su interior furiosas voces, la señora X era más amable conmigo, se interesaba por mi salud, siempre precaria, tenía conmigo esas atenciones que las mujeres que han sido un poco sensuales gastan con sus hijos varones, y como una monstruosa araña iba tejiendo en redor de mi responsabilidad una fina tela de obligaciones. Sólo sus ojos negros e insolentes me espiaban de continuo, revisándome el alma y sopesando mis intenciones. A veces, cuando la incertidumbre se le hacía insoportable, estallaba casi en estas indirectas:
  –Las amigas no hacen sino preguntarme cuándo se casan ustedes, y yo ¿qué les voy a contestar? Que pronto.–O si no:– Sería conveniente, no le parece a usted, que la "nena" fuera preparando su ajuar.
  Cuando la señora X pronunciaba estas palabras, me miraba fijamente para descubrir si en un parpadeo o en un involuntario temblor de un nervio facial se revelaba mi intención de no cumplir con el compromiso, al cual ella me había arrastrado con su conducta habilísima. Aunque tenía la seguridad de que le daría una sorpresa desagradable, fingía estar segura de mi "decencia de caballero", mas el esfuerzo que tenía que efectuar para revestirse de esa apariencia de tranquilidad, ponía en el timbre de su voz una violencia meliflua, violencia que imprimía a las palabras una velocidad de cuchicheo, como quien os confía apuradamente un secreto, acompañando la voz con una inclinación de cabeza sobre el hombro derecho, mientras que la lengua humedecía los labios resecos por ese instinto animal que la impulsaba a desear matarme o hacerme víctima de una venganza atroz.
  Además de voluntariosa, carecía de escrúpulos, pues fingía articular con mis ideas, que le eran odiosas en el más amplio sentido de la palabra.
  Y aunque aparentemente resulte ridículo que dos personas se odien en la divergencia de un pensamiento, no lo es, porque en el subconsciente de cada hombre y de cada mujer donde se almacena el rencor, cuando no es posible otro escape, el odio se descarga como por una válvula psíquica en la oposición de las ideas. Por ejemplo, ella, que odiaba a los bolcheviques, me escuchaba deferentemente cuando yo hablaba de las rencillas de Trotsky y Stalin, y hasta llegó al extremo de fingir interesarse por Lenin, ella, ella que se entusiasmaba ardientemente con los más groseros figurones de nuestra política conservadora. Acomodaticia y flexible, su aprobación a mis ideas era una injuria, me sentía empequeñecido y denigrado frente a una mujer que si yo hubiera afirmado que el día era noche, me contestara:
  –Efectivamente, no me fijé que el sol hace rato que se ha puesto.
  Sintetizando, ella deseaba que me casara de una vez. Luego se encargaría de darme con las puertas en las narices y de resarcirse de todas las dudas en que la había mantenido sumergida mi noviazgo eterno.
  En tanto la malla de la red se iba ajustando cada vez más a mi organismo. Me sentía amarrado por invisibles cordeles. Día tras día la señora X agregaba un nudo más a su tejido, y mi tristeza crecía como si ante mis ojos estuvieran serruchando las tablas del ataúd que me iban a sumergir en la nada.
  Sabía que en la casa, lo poco bueno que persistía en mí iba a naufragar si yo aceptaba la situación que traía aparejada el compromiso. Ellas, la madre y la hija, me atraían a sus preocupaciones mezquinas, a su vida sórdida, sin ideales, una existencia gris, la verdadera noria de nuestro lenguaje popular, en el que la personalidad a medida que pasan los días se va desintegrando bajo el peso de las obligaciones económicas, que tienen la virtud de convertirlo a un hombre en uno de esos autómatas con cuello postizo, a quienes la mujer y la suegra retan a cada instante porque no trajo más dinero o no llegó a la hora establecida.
  Hace mucho tiempo que he comprendido que no he nacido para semejante esclavitud. Admito que es más probable que mi destino me lleve a dormir junto a los rieles de un ferrocarril, en medio del campo verde, que a acarretillar un cochecito con toldo de hule, donde duerme un muñeco que al decir de la gente "debe enorgullecerme de ser padre".
  Yo no he podido concebir jamás ese orgullo, y sí experimento un sentimiento de verguenza y de lástima cuando un buen señor se entusiasma frente a mí con el pretexto de que su esposa lo ha hecho "padre de familia". Hasta muchas veces me he dicho que esa gente que así procede son simuladores de alegría o unos perfectos estúpidos. Porque en vez de felicitarnos del nacimiento de una criatura debíamos llorar de haber provocado la aparición en este mundo de un mísero y débil cuerpo humano, que a través de los años sufrirá incontables horas de dolor y escasísimos minutos de alegría.
  Y mientras la "deliciosa criatura" con la cabeza tiesa junto a mi hombro soñaba con un futuro sonrosado, yo, con los ojos perdidos en la triangular verdura de un ciprés cercano, pensaba con qué hoja cortante desgarrar la tela de la red, cuyas células a medida que crecía se hacían más pequeñas y densas.
  Sin embargo, no encontraba un filo lo suficientemente agudo para desgarrar definitivamente la malla, hasta que conocí al corcovado.
  En esas circunstancias se me ocurrió la "idea"–idea que fue pequeñita al principio como la raíz de una hierba, pero que en el transcurso de los días se bifurcó en mi cerebro, dilatándose, afianzando sus fibromas entre las células más remotas–y aunque no se me ocultaba que era ésa una "idea" extraña, fui familiarizándome con su contextura, de modo que a los pocos días ya estaba acostumbrado a ella y no faltaba sino llevarla a la práctica.
  Esa idea, semidiabólica por su naturaleza, consistía en conducir a la casa de mi novia al insolente jorobadito, previo acuerdo con él, y promover un escándalo singular, de consecuencias irreparables. Buscando un motivo mediante el cual podría provocar una ruptura, reparé en una ofensa que podría inferirle a mi novia, sumamente curiosa, la cual consistía:
  Bajo la apariencia de una conmiseración elevada a su más pura violencia y expresión, el primer beso que ella aún no me había dado a mí, tendría que dárselo al repugnante corcovado que jamás había sido amado, que jamás conoció la piedad angélica ni la belleza terrestre.
  Familiarizado, como les cuento, con mi "idea", si a algo tan magnífico se puede llamar idea, me dirigí al café en busca de Rigoletto.
  Después que se hubo sentado a mi lado, le dije:
  –Querido amigo: muchas veces he pensado que ninguna mujer lo ha besado ni lo besará. ¡No me interrumpa! Yo la quiero mucho a mi novia, pero dudo que me corresponda de corazón. Y tanto la quiero que para que se dé cuenta de mi cariño le diré que nunca la he besado. Ahora bien: yo quiero que ella me dé una prueba de su amor hacia mí... y esa prueba consistirá en que lo bese a usted. ¿Está conforme?
  Respingó el corcovado en su silla; luego con tono enfático me replicó:
  –¿Y quién me indemniza a mí, caballero, del mal rato que voy a pasar?
  –¿Cómo, mal rato?
  –¡Naturalmente! ¿O usted se cree que yo puedo prestarme por ser jorobado a farsas tan innobles? Usted me va a llevar a la casa de su novia y como quien presenta un monstruo, le dirá: "Querida, te presento al dromedario".
  –¡Yo no la tuteo a mi novia!
  –Para el caso es lo mismo. Y yo en tanto, ¿qué voy a quedarme haciendo, caballero? ¿Abriendo la boca como un imbécil, mientras disputan sus tonterías? ¡No, señor; muchas gracias! Gracias por su buena intención, como le decía la liebre al cazador. Además, que usted me dijo que nunca la había besado a su novia.
  –Y eso, ¿qué tiene que ver?
  –¡Claro! ¿Usted sabe acaso si a mí me gusta que me besen? Puede no gustarme. Y si no me gusta, ¿por qué usted quiere obligarme? ¿O es que usted se cree que porque soy corcovado no tengo sentimientos humanos?
  La resistencia de Rigoletto me enardeció. Violentamente, le dije:
  –Pero ¿no se da cuenta de que es usted, con su joroba y figura desgraciadas, el que me sugirió este admirable proyecto? ¡Piense, infeliz! Si mi novia consiente, le quedará a usted un recuerdo espléndido. Podrá decir por todas partes que ha conocido a la criatura más adorable de la tierra. ¿No se da cuenta? Su primer beso habrá sido para usted.
  –¿Y quién le dice a usted que ése sea el primer beso que haya dado?
  Durante un instante me quedé inmóvil; luego, obcecado por ese frenesí que violentaba toda mi vida hacia la ejecución de la "idea", le respondí:
  –Y a vos, Rigoletto, ¿qué se te importa?
  –¡No me llame Rigoletto! Yo no le he dado tanta confianza para que me ponga sobrenombres.
  –Pero ¿sabés que sos el contrahecho más insolente que he conocido?
  Amainó el jorobadito y ya dijo:
  –¿Y si me ultrajara de palabra o de hecho?
  –¡No seas ridículo, Rigoletto! ¿Quién te va a ultrajar? ¡Si vos sos un bufón! ¿No te das cuenta? ¡Sos un bufón y un parásito! ¿Para qué hacés entonces la comedia de la dignidad?
  –¡Rotundamente protesto, caballero!
  –Protestá todo lo que quieras, pero escucháme. Sos un desvergonzado parásito. Creo que me expreso con suficiente claridad ¿no? Les chupás la sangre a todos los clientes del café que tienen la imprudencia de escuchar tus melifluas palabras. Indudablemente no se encuentra en todo Buenos Aires un cínico de tu estampa y calibre. ¿Con qué derecho, entonces, pretendés que te indemnicen si a vos te indemniza mi tontería de llevarte a una casa donde no sos digno de barrer el zaguán? ¡Qué más indemnización querés que el beso que ella, santamente, te dará, insensible a tu cara, el mapa de la desverguenza!
  –¡No me ultraje!
  –Bueno, Rigoletto, ¿aceptás o no aceptás?
  –¿Y si ella se niega a dármelo o quedo desairado?...
  –Te daré veinte pesos.
  –¿Y cuándo vamos a ir?
  –Mañana. Cortáte el pelo, limpiáte las uñas...
  –Bueno..., présteme cinco pesos...
  –Tomá diez.
  A las nueve de la noche salí con Rigoletto en dirección a la casa de mi novia.
  El giboso se había perfumado endiabladamente y estrenaba una corbata plastrón de color violeta.
  La noche se presentaba sombría con sus ráfagas de viento encallejonadas en las bocacalles, y en el confín, tristemente iluminado por oscilantes lunas eléctricas, se veían deslizarse vertiginosas cordilleras de nubes.
  Yo estaba malhumorado, triste. Tan apresuradamente caminaba que el cojo casi corría tras de mí, y a momentos tomándome del borde del saco, me decía con tono lastimero:
  –¡Pero usted quiere reventarme! ¿Qué le pasa a usted?
  Y de tal manera crecía mi enfurecimiento que de no necesitarlo a Rigoletto lo hubiera arrojado de un puntapié al medio de la calzada.
  ¡Y cómo soplaba el viento! No se veía alma viviente por las calles, y una claridad espectral caída del segundo cielo que contenían las combadas nubes, hacía más nítidos los contornos de las fachadas y sus cresterías funerarias.
  No había quedado un trozo de papel por los suelos. Parecía que la ciudad había sido borrada por una tropa de espectros. Y a pesar de encontrarme en ella, creía estar perdido en un bosque.
  El viento doblaba violentamente la copa de los árboles, pero el maldito corcovado me perseguía en mi carrera, como si no quisiera perderme, semejante a mi genio malo, semejante a lo malvado de mí mismo que para concretarse se hubiera revestido con la figura abominable del giboso.
  Y yo estaba triste. Enormemente triste, como no se lo imaginan ustedes. Comprendía que le iba a inferir un atroz ultraje a la fría calculadora; comprendía que ese acto me separaría para siempre de ella, lo cual no obstaba para que me dijera a medida que cruzaba las aceras desiertas:
  –Si Rigoletto fuera mi hermano, no hubiera procedido lo mismo. –Y comprendía que sí, que si Rigoletto hubiera sido mi hermano, yo toda la vida lo hubiera compadecido con angustia enorme. Por su aislamiento, por su falta de amor que le hiciera tolerable los días colmados por los ultrajes de todas las miradas. Y me añadía que la mujer que me hubiera querido debía primero haberlo amado a él.
  De pronto me detuve ante un zaguán iluminado:
  –Aquí es.
  Mi corazón latía fuertemente. Rigoletto atiesó el pescuezo y, empinado sobre la punta de sus pies, al tiempo que se arreglaba el moño de la corbata, me dijo:
  –¡Acuérdese! ¡Usted es el único culpable! ¡Que el pecado... !
  Fina y alta, apareció mi novia en la sala dorada.
  Aunque sonreía, su mirada me escudriñaba con la misma serenidad con que me examinó la primera vez cuando le dije: "¿me permite una palabra, señorita?", y esta contradicción entte la sonrisa de su carne (pues es la carne la que hace ese movimiento delicioso que llamamos sonrisa) y la fría expectativa de su inteligencia discerniéndome mediante los ojos, era la que siempre me causaba la extraña impresión.
  Avanzó cordialmente a mi encuentro, pero al descubrir al contrahecho, se detuvo asombrada, interrogándonos a los dos con la mirada.
  –Elsa, le voy a presentar a mi amigo Rigoletto.
  –¡No me ultraje, caballero! ¡Usted bien sabe que no me llamo Rigoletto!
  –¡A ver si te callás!
  Elsa detuvo la sonrisa. Mirábame seriamente, como si yo estuviera en trance de convertirme en un desconocido para ella. Señalándole una butaca dorada le dije al contrahecho:
  –Sentáte allí y no te muevas.
  Quedóse el giboso con los pies a dos cuartas del suelo y el sombrero de paja sobre las rodillas y con su carota atezada parecía un ridículo ídolo chino. Elsa contemplaba estupefacta al absurdo personaje.
  Me sentí súbitamente calmado.
  –Elsa–le dije–, Elsa, yo dudo de su amor. No se preocupe por ese repugnante canalla que nos escucha. Oigame: yo dudo... no sé por qué..., pero dudo de que usted me quiera. Es triste eso..., créalo... Demuéstreme, déme una prueba de que me quiere, y seré toda la vida su esclavo.
  Naturalmente, yo no estaba seguro de lo que quería expresar "toda la vida", pero tanto me agradó la frase que insistí:
  –Sí, su esclavo para toda la vida. No crea que he bebido. Sienta el olor de mi aliento.
  Elsa retrocedió a medida que yo me acercaba a ella, y en ese momento, ¿saben ustedes lo que se le ocurre al maldito cojo? Pues: tocar una marcha militar con el nudillo de sus dedos en la copa del sombrero.
  Me volví al cojo y después de conminarle silencio, me expliqué:
  –Vea, Elsa, y la única prueba de amor es que le dé un beso a Rigoletto.
  Los ojos de la doncella se llenaron de una claridad sombría. Caviló un instante; luego, sin cólera en la voz, me dijo muy lentamente:
  –¡Retírese!
  –¡Pero! ...
  –¡Retírese, por favor...; váyase!...
  Yo me inclino a creer que el asunto hubiera tenido compostura, créanlo..., pero aquí ocurrió algo curioso, y es que Rigoletto, que hasta entonces había guardado silencio, se levantó exclamando:
  –¡No le permito esa insolencia, señorita..., no le permito que lo trate así a mi noble amigo! Usted no tiene corazón para la desgracia ajena. ¡Corazón de peñasco, es indigna de ser la novia de mi amigo!
  Más tarde mucha gente creyó que lo que ocurrió fue una comedia preparada. Y la prueba de que yo ignoraba lo que iba a ocurrir, es que al escuchar los despropósitos del contrahecho me desplomé en un sofá riéndome a gritos, mientras que el giboso, con el semblante congestionado, t ieso en el cent ro de la sala, con su bracito extend ido , vociferaba:
  –¡Por qué usted le dijo a mi amigo que un beso no se pide..., se da! ¿Son conversaciones esas adecuadas para una que presume de señorita como usted? ¿No le da a usted vergüenza?
  Descompuesto de risa, sólo atiné a decir:
  –¡Calláte, Rigoletto; calláte!...
  El corcovado se volvió enfático:
  –¡Permítame, caballero...; no necesito que me dé lecciones de urbanidad!–Y volviéndose a Elsa, que roja de verguenza había retrocedido hasta la puerta de la sala, le dijo:–¡Señorita... la conmino a que me dé un beso!
  E1 límite de resistencia de las personas es variable. Elsa huyó arrojando grandes gritos y en menos tiempo del que podía esperarse aparecieron en la sala su padre y su madre, la última con una servilleta en la mano.
  ¿Ustedes creen que el cojo se amilanó? Nada de eso. Colocado en medio de la sala, gritó estentóreamente:
  –¡Ustedes no tienen nada que hacer aquí! ¡Yo he venido en cumplimiento de una alta misión filantrópica! ... ¡No se acerquen!–Y antes de que ellos tuvieran tiempo de avanzar para arrojarlo por la ventana, el corcovado desenfundó un revólver, encañonándolos.
  Se espantaron porque creyeron que estaba loco, y cuando los vi así inmovilizados por el miedo, quedéme a la expectativa, como quien no tuviera nada que hacer en tal asunto, pues ahora la insolencia de Rigoletto parecíame de lo más extraordinaria y pintoresca.
  Este, dándose cuenta del efecto causado, se envalentonó:
  –¡Yo he venido a cumplir una alta misión filantrópica! Y es necesario que Elsa me dé un beso para que yo le perdone a la humanidad mi corcova. A cuenta del beso, sírvanme un té con coñac. ¡Es una verguenza cómo ustedes atienden a las visitas! ¡No tuerza la nariz, señora, que para eso me he perfumado! ¡Y tráigame el té!
  ¡Ah, inefable Rigoletto! Dicen que estoy loco, pero jamás un cuerdo se ha reído con tus insolencias como yo, que no estaba en mis cabales.
  –Lo haré meter preso...
  –Usted ignora las más elementales reglas de cortesía–insistía el corcovado–. Ustedes están obligados a atenderme como a un caballero. E1 hecho de ser jorobado no los autoriza a despreciarme. Yo he venido para cumplir una alta misión filantrópica. La novia de mi amigo está obligada a darme un beso. Y no lo rechazo. Lo acepto. Comprendo que debo aceptarlo como una reparación que me debe la sociedad, y no me niego a recibirlo.
  Indudablemente... si allí había un loco, era Rigoletto, no les quede la menor duda, señores. Continuó él:
  –Caballero... yo soy...
  Un vigilante tras otro entraron en la sala. No recuerdo nada más Dicen los periódicos que me desvanecí al verlos entrar. Es posible.
  ¿Y ahora se dan cuenta por qué el hijo del diablo, el maldito jorobado, castigaba a la marrana todas las tardes y por qué yo he terminado estrangulándole?
 De "El jorobadito". 1933. Publicado también en "Cuentos Completos", Planeta 1997. ©


La música

La música. E. Galeano
Era un mago del arpa. En los llanos de Colombia, no había fiesta sin él. Para que la fiesta fuera fiesta. Mesé Figueredo, tenía que estar alli, con sus dedos bailanderos que alegraban los aires y alborotaban las piernas.
Una noche, en algún sendero perdido, lo asaltaron los ladrones. Iba Mesé Figueredo camino a una boda, a lomo de mula, en una mula él, en la otra el arpa, cuando unos ladrones se le echaron encima y lo molieron a golpes.
Al día siguiente, alguien lo encontró. Estaba tirado en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo , con un resto de voz:
- Se llevaron las mulas.
Y dijo:
-Y se llevaron el arpa.
Y tomó aliento, echando baba y sangre se rió:
- Pero no se llevaron la música.

Valle de Salinas: La piel de Dios. E. Galeano


Los indios chiriguanos, del pueblo guaraní, navegaron el río Pilcomayo, hace años o siglos, y llegaron hasta la frontera del imperio de los incas. 
Aquí se quedaron, ante las primeras alturas de los Andes, en espera de la tierra sin mal y sin muerte. 
Aquí cantan y bailan los perseguidores del paraíso.
Los chiriguanos no conocían el papel. Descubren el papel, la palabra escrita, la palabra impresa, cuando los frailes franciscanos de Chuquisaca aparecen en esta comarca, después de mucho andar, trayendo libros sagrados en las alforjas.
Como no conocían el papel, ni sabían que lo necesitaban, los indios no tenían ninguna palabra para llamarlo.
Hoy le ponen el nombre de piel de Dios, porque el papel sirve para enviar mensajes a los amigos que están lejos.


El mundo. Eduardo Galeano

.
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. 
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos. 
—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos. 
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. 
No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende. 


Gelman, Juan

Preguntas 
Ya que navegas por mi sangre y conoces mis límites
y me despiertas en la mitad del día para acostarme
en tu recuerdo y eres furia de mi paciencia para
mi dime qué diablos hago por qué te necesito quién
eres muda sola recorriéndome razón de mi pasión
por qué quiero llenarte solamente de mí y abarcarte
acabarte mezclarme a tus huesitos y eres única
patria contra las bestias el olvido 
de Perros célebres y vientos, "Cólera buey" Juan Gelman
Si dulcemente

Si dulcemente por tu cabeza pasaban las olas
del que se tiró al mar / ¿qué pasa con los hermanitos
que entierraron? / ¿hojitas les crecen de los dedos? / ¿arbolitos /
otoños que los deshojan como mudos? / en silencio
los hermanitos hablan de la vez
que estuvieron a dostres dedos de la muerte / sonrien
recordando / aquel alivio sienten todavía
como si no hubieran morido / como si
Paco brillara y Rodolfo mirase
toda la olvidadera que solía arrastrar
colgándole del hombro / o haroldo hurgando su amargura
(siempre)
sacase el as de espadas / puso su boca contra el viento /
aspiró vida / vidas / con sus ojos miró la terrible /
pero ahora están hablando de cuando
operaron con suerte / nadie mató / nadie fue muerto / el enemigo
fue burlado y un poco de la humillación general
se rescató / con corajes / con sueños / tendidos
en todo eso los compañeros / mudos /
deshuesándose en la noche de enero /
quietos por fin /solísimos / sin besos.

Consignas de interpretación para la sección poesía de este blog

Releer los poemas de César Vallejo.
a. Los heraldos negros
-¿quiénes son los heraldos negros?
- Explicá la siguiente metáfora: Serán tal vez los potros de bárbaros atilas
-¿Cuáles son los golpes de la vida? Mencionálos de acuerdo a tu criterio, y fundamentá tu explicación.
b. Explicá por qué el poema se llama Los dados eternos. 
-Pensá quienes son los jugadores
-¿El azar existe?
-¿Cómo se siente el yo lírico del autor ante este juego?
c. ¿Qué relación encuentras entre el título: y”Voy a hablar de la esperanza”(Poemas en Prosa) el texto?
-¿A través de qué recursos estílisticos expresa el sentimiento predominante en este poema?
- ¿Cuál es el tema que une los poemas de César Vallejos? (Podéss indagar sobre el autor para entender su concepción poética y en qué circunstancias escribía)

Voy a hablar de la esperanza(Poemas en Prosa) Vallejos, César


“Yo no sufro este dolor como césar Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano, ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista también lo sufriría. Si no fuese hombre sin ser vivo siquiera, también o sufriría. Si no fuese católico, ateo o mahometano, también los furia. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.
  Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento norte y del viento sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si me hubieran cortado el cuello de raíz mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.
  Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!
  Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente , padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro, suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente”



Los dados eternos. Vallejos

 

Dios mío, estoy llorando el ser que vivo;
me pesa haber tomádote tu pan;
pero este pobre barro pensativo
no es costra fermentada en tu costado:
¡tú no tienes Marías que se van!
Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
¡Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!
Hoy que en mis ojos brujos hay candelas,
como en un condenado,
Dios mío, prenderás todas tus velas,
y jugaremos con el viejo dado.
Tal vez ¡oh jugador! al dar la suerte
del universo todo,
surgirán las ojeras de la Muerte,
como dos ases fúnebres de lodo.
Dios mío, y esta noche sorda, obscura,
ya no podrás jugar, porque la Tierra
es un dado roído y ya redondo
a fuerza de rodar a la aventura,
que no puede parar sino en un hueco,
en el hueco de inmensa sepultura.
(Los heraldos negros, Lima, 1918)
César Vallejos
Los heraldos negros
 
Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!
Son pocos; pero son... Abren zanjas obscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé! 
(Los heraldos negros, Lima, 1918)

La Noche boca arriba


Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

 
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. 
 Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.  
 Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.  
 La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.  
 Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.  
 Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.  

 Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.  
 -Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. 
  Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.  
  Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.  
  Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.  
  Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.  
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.  
  Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.  
  Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.  
  Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.  
 Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras. 
(Julio Cortázar, "Final del Juego", Ed. Sudamericana, Bs.As. 1993


Julio Cortázar(1914-1984) Axolotl (Final del juego, 1956)


  Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.
  El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.
  En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.
  No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
  Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.
  Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
  Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias de enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?
  Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.
  Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.
  Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.
  Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.


LA LOCA Y EL RELATO DEL CRIMEN. Ricardo Piglia


  I
Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
  Las calles se aquietaban ya; oscuras y lustrosas bajaban con un suave declive y lo hacían avanzar plácidamente, sosteniendo el ala del sombrero cuando el viento del río le tocaba la cara. En ese momento las coperas entraban en el primer turno. A cualquier hora hay hombres buscando una mujer, andan por la ciudad bajo el sol pálido, cruzan furtivamente hacia los dancings que en el atardecer dejan caer sobre la ciudad una música dulce. Almada se sentía perdido, lleno de miedo y de desprecio. Con el desaliento regresaba el recuerdo de Larry: el cuerpo distante de la mujer, blando sobre la banqueta de cuero, las rodillas abiertas, el pelo rojo contra las lámparas celestes del New Deal. Verla de lejos, a pleno día, la piel gastada, las ojeras, vacilando contra la luz malva que bajaba del cielo: altiva, borracha, indirerente, como si él fuera una planta o un bicho. “Poder humillarla otra vez”, pensó. “Quebrarla en dos para hacerla gemir y entregarse.”
  En la esquina, el local del New Deal era una mancha ocre, corroída, más pervertida aun bajo la neblina de las sies de la tarde. Parado enfrente, retacón, ensimismado, Almada encendió un cigarrillo y levantó la cara como buscando en el aire el perfume maligno de Larry. Se sentía fuerte ahora, capaz de todo, capaz de entrar al cabaret y sacarla de un brazo y cachetearla hasta que obedeciera. “Años que quiero levantar vuelo”, pensó de pronto. “Ponerme por mi cuenta en Panamá, Quito, Ecuador”. En un costado, tendida en un zaguán, vio el bulto sucio de una mujer que dormía envuelta en trapos. Almada la empujó con un pie.
-Che, vos-dijo.
  La mujer se sentó tanteando el aire y levantó la cara como enceguecida. 
-¿Cómo te llamas?-dijo él.
-¿Quién?-
-Vos. ¿O no me oís?
-Echevarne Angélica Inés- dijo ella, rígida- Echevarne Ángélica Inés, que me dicen Anahí.
-¿y que hacés acá?
-Nada-dijo ella-. ¿Me das plata?
-Ahá, ¿querés plata?
-La mujer se apretaba contra el cuerpo un viejo sobretodo de varón que la envolvía como una túnica.
-Bueno- dijo él- si te arrodillás y me besás los pies te doy mil pesos.
-¿Eh?
-Bueno- Ves mirá- dijo Almada agitando el billete entre sus deditos mochos- te arrodillás y te lo doy.
-Yo soy ella, soy Anahí. La pecadora, la gitana.
-¿Escuchaste?- dijo Almada-. ¿O estás borracha?
-La macarena, ay macarena, llena de tules – cantó la mujer y empezó a arrodillarse contra los trapos que le cubrían a piel hasta hundir su cara ente las piernas de Almada. El la miró desde lo alto, majestuoso, un brillo húmedo en sus ojitos de gato.
  -Ahí tenés. Yo soy Almada- dijo y le alcanzó el billete -Comprate perfume.
-La pecadora, Reina y madre-dijo ella-. No hubo nunca en todo este país un hombre más hermoso que Juan Bautista Bairoletto, el jinete.
  Por el tragaluz del dancing se oía sonar un piano débilmente, indeciso. Almada cerró las manos en los bolsillos y enfiló hacia la música, hacia los cortinados color sangre de la entrada.
-La macarena , ay macarena –cantaba la loca- . Llena de tules y sedas, la macarena , ay, llena de tules- cantó la loca.
  Antúnez entró en el pasillo amarillento de la pensión de Viamonte y Reconquista, sosegado, manso ya, agradecido a esta sutil combinación de los hechos de la vida que e´l llamaba su destino. Hacía una semana que vivía con Larry. Antes se encontraban cada vez que él se demoraba en el New Deal sin elegir o quiere admitir que iba por ella, después en la cama, los dos se usaban con frialdad y eficacia, lentos , perversamente. Antúnez se despertaba pasado el mediodía y bajaba a la calle, olvidado ya del resplandor agrio de la luz en las persianas entornadas. Hasta que al fin una mañana, sin nada que lo hiciera prever, ella se paró desnuda en medio del cuarto y como si hablara sola le pidió que no se fuera. Antúnez se largó a reír: “¿Para qué?”, dijo. “¿Quedarme?”, dijo él, un hombre pesado, envejecido. “¿Para qué?”, le había dicho, pero ya estaba decidido, porque en ese momento empezaba a ser consciente de su inexorable decadencia, de los signos de ese fracaso que él había elegido llamar su destino. Entonces se dejó estar en esa pieza, sin nada que hacer salvo asomarse al balconcito de fierro para mirar la bajada de Viamonte y verla venir, lerda, envuelta en la neblina del amanecer. Se acostumbró al modo que tenía ella de entrar trayendo el cansancio de los hombres que le habían pagado copas y arrimarse, como encandilada, para dejar la plata sobre la mesa de luz. Se acostumbró también al pacto, a la secreta y querida decisión de no hablar del dinero, como si los dos supieran que la mujer pagaba de esa forma el modo que tenía él de protegerla de los miedos que de golpe le daban de morirse o de volverse loca. 
  “Nos queda poco de juego, a ella y a mí”, pensó llegando al recodo del pasillo, y en ese momento, antes de abrir la puerta de la pieza supo que la mujer se le había ido y que todo empezaba a perderse. Lo que no puedo imaginar fue que del otro lado encontraría la desdicha y la lástima, los signos de la muerte en los cajones abiertos y los muebles vacíos en los frascos, perfumes y polvos de Larry tirados por el suelo, la despedida o el adiós escritos con rouge en el espejo del ropero, como un anuncio que hubiera querido dejarle la mujer antes de irse.
  Vino él vino Almada vino a llevarme sabe todo lo nuestro vino al cabaret y es como un bicho una basura oh dios mío andáte por favor te lo pido salváte vos Juan vino a buscarme esta tarde es una rata olvidáme te lo pido como si nunca hubiera estado en tu vida yo Larry por lo que más quieras no me busques porque él te va a matar. 
  Antúnez leyó las letras temblorosas, dibujadas como una red en su cara reflejada en la luna del espejo.
  II
  A Emilio Renzi le interesaba la lingüística, pero se ganaba la vida haciendo bibliográficas en el diario El Mundo haber pasado cinco años en la Facultad especializándose en la fonología de Trubetzkoi y terminar escribiendo reseñas de media página sobre el desolado panorama literario nacional era sin duda la causa de su melancolía, de ese aspecto concentrado y un poco metafísico que lo acercaba a los personajes de Roberto Arlt.
  El tipo que hacía policiales estaba enfermo la tarde en que la noticia del asesinato de Larry llegó al diario. El viejo Luna decidió mandar a Renzi a cubrir la información porque pensó que obligarlo a mezclarse en esa historia de putas baratas y cafishios ; le iba a hacer bien. Había encontrado a la mujer cosida a puñaladas a la vuelta del New Deal; el único testigo del crimen era una pordiosera medio loca que decía llamarse Angélica Etchevarne. Cuando la encontraron acunaba el cadáver como si fuera una muñeca y repetía una historia incomprensible. La policía detuvo esa misma mañana a Juan Antúnez, el tipo que vivía con la copera, y el asunto parecía resuelto.
  -Tratá de ver si podés inventar algo que sirva- le dijo el viejo luna.- Andánte hasta el Departamento que a las seis dejan entrar al periodismo. 
  En el Departamento de policía Renzi encontró a un solo periodista, un tal Rinaldi, que hacía crímenes en el diario La Prensa. El tipo era alto, y tenía la piel esponjosa; como si recién hubiera salido del agua. Los hicieron pasar a una salita pintada de celeste que parecía un cine: cuatro lámparas alumbraban con una luz violenta una especie de escenario de madera. Por allí sacaron a un hombre altivo que se tapaba la cara con las manos esposadas: enseguida el lugar se llenó de fotógrafos que le tomaron instantáneas desde todos los ángulos. El tipo parecía flotar en una niebla y cuando bajó las manos miró a Renzi con ojos suaves. 
-Yo no he sido- dijo- Ha sido el gordo Almada, pero a ése lo protegen de arriba.
  Incómodo, Renzi sintió que el hombre le hablaba sólo a él y le exigía ayuda.
-Seguro fue éste- dijo Rinaldi cuando se lo llevaron. Soy capaz de olfatear un criminal a cien metros: todos tienen la misma cara de gato meado, todos dicen que no fueron y hablan como si estuvieran soñando.
-Me pareció que decía la verdad.
-Siempre parecen decir la verdad. Ahí está la loca. La vieja entró mirando la luz y se movió por la tarima con un leve balanceo, como si caminara atada. En cuanto empezó a oírla Renzi encendió su grabador.
-Yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que pertenece que perteneció y va a pertenecer a Juan Bautista Bairoletto el jinete por ese hombre le estoy diciendo váyase de aquí enemigo mala entraña o no me ve que quiere sacarme la piel a lonjas y hacer visos encajes ropa de tul trenzado el pelo de la Anahí gitana la macarena ay macarena una arrastrada sos no tenés alma y el brillo en esa mano un pedernal tomo ácido te juro si te acercás tomo ácido pecadora loca de envidia porque estoy limpia yo de todo mal soy una santa Etchevarne Angélica Inés que me dicen Anahí tenía razón Hitler cuando dijo hay que matar a todos los entrerrianos soy bruja y soy gitana y soy la reina que teje un tul hay que tapar el brillo de esa mano un pedernal, el brilo que la hizo morir por qué te sacás el antifaz mascarita que me vio o no me vio y le habló de ese dinero Madre María Madre María en el zaguán Anahí fue gitana y fue reina y fue amiga de Evita Perón y dónde está el purgatorio si no estuviera en Lanús donde llevaron a la virgen con careta en esa máquina con un moño de tul para taparle la cara que la he tenido blanca por la inocencia. 
_Parece una parodia de Macbeth –susurró, erudito, Rinaldi-. Se acuerda ¿no? El cuento contado por un loco que nada significa .
-Por un idiota, no por un loco –rectificó Renzi . Por un idiota. ¿Y quién le dijo que no significa nada?
  La mujer seguía hablando de cara a la luz.
-Por qué me dicen traidora sabe por qué le voy a decir porque a mí me amaba el hombre más hermoso en esta tierra Juan Bautista Bairoletto jinete de poncho inflado en el aire es un globo un globo gordo que flota bajo la luz amarilla no te acerques si te acercás te digo no me toques con la espada porque en luz es donde yo he visto todo he visto como si me viera el cuerpo todo por dentro los ganglios las entrañas el corazón que perteneció, que pertenece y que va a pertenecer. –Vuelve a empezar- dijo Rinaldi.
  -Tal vez está tratando de hacerse entender. -¿Quién? ¿ésa? Pero no ve lo rayada que está –dijo mientras se levantaba de la butaca-. ¿Viene? 
-No. Me quedo.
-Oiga viejo . ¿No se dio cuenta que repite siempre lo mismo desde que la encontraron?
-Por eso- dijo Renzi controlando la cinta del grabador- . Por eso quiero escuchar : porque repite siempre lo mismo.
  Tres horas más tarde Emilio Renzi desplegaba sobre el sorprendido escritorio del viejo Luna una transcripción literal del monólogo de la loca, subrayado con lápices de distintos colores y cruzado de marcas y de números.
  _Tengo la prueba de que Antúnez no mató a la mujer. Fue otro, un tipo que él nombró, un tal Almada.
  _¿Qué me contás?- dijo Luna , sarcástico-. Así que Antúnez dice que fue Almada y vos le creés.
  _ No . Es la loca que lo dice; la loca que hace diez horas repite siempre lo mismo sin decir nada. Pero precisamente porque repite lo mismo se la puede entender. Hay una serie de reglas en lingüística, un código para analizar el lenguaje psicótico.
  _Decime pibe- dijo Luna lentamente-. ¿Me estás cargando?
  _Espere, déjeme hablar un minuto. En un delirio el loco repite, o mejor, está obligado a repetir ciertas estructuras verbales que son fijas, como un molde ¿Se da cuenta? Un molde que va llenando con palabras. Para analizar esa estructura hay 36 categorías verbales que se llaman operadores lógicos. Son como un mapa, usted los pone sobre lo que dicen y se da cuenta que el delirio está ordenado, que repite esas fórmulas. Lo que no entra en ese orden, lo que no se puede clasificar, lo que sobra, el desperdicio, es lo nuevo: es lo que el loco trata de decir a pesar de la compulsión repetitiva. Yo analicé con ese método el delirio de esa mujer. Si usted mira una serie de frases, de palabras que no se pueden clasificar, que quedan fuera de esa estructura . Yo hice eso y separé esas palabras y ¿qué quedó? –dijo Renzi levantando la cara para mirar al viejo Luna- ¿Sabe qué queda? Esta frase: El hombre gordo la esperaba en el zaguán y no me vió y le habló de dinero y brilló esa mano que la hizo morir. ¿Se da cuenta?- remató Renzi, triunfal-. El asesino es el gordo Almada.
  El viejo Luna lo miró impresionado y se inclinó sobre el papel.
-¿Ve? –insistió Renzi . Fíjese que ella va diciendo esas palabras, las subrayadas en rojo, las va diciendo entre los agujeros que se puede hacer en medio de lo que está obligada a repetir, la historia de Bairoletto, la virgen y todo el delirio. Si se fija en las diferentes versiones va a ver que las únicas palabras que cambian de lugar son esas con las que ella trata de contar lo que vio.
  -Che, pero qué bárbaro. ¿Eso lo aprendiste en la facultad?
  -No me joda.
  -No te jodo, en serio te digo. ¿Y ahora qué vas a hacer con todos estos papeles? ¿la tesis?
  -¿Cómo qué voy a hacer ? Lo vamos a publicar en el diario. El viejo Luna sonrió como si le doliera algo.
  -Tranquilizáte pibe. ¿O te pensás que este diario se dedica a la lingüística?
  -Hay que publicarlo ¿no se da cuenta? Así lo pueden usar los abogados de Antúnez. ¿No ve que ese tipo es inocente?
  -Oíme, el tipo ese está cocinado, no tiene abogados, es un cafishio, la mató porque a la larga siempre terminan así las locas esas. Me parece fenómeno el jueguito de palabras, pero paramos acá. Hacé una nota de cincuenta líneas contando que a la mina la mataron a puñaladas.
  -Escuche, señor Luna- lo cortó Renzi-. Ese tipo se va a pasar lo que le pque de vida metido en cana.
-Está bien-dijo Renzi juntando los papeles- En ese caso voy a mandarle los papeles al juez.
  -¿Decíme ¿vos te querés arruinar la vida? ¿Una loca de testigo para salvar a un cafishio? ¿Por qué te querés mezclar? -En la cara le brillaban un dulce sosiego, una clama que nunca le había visto-. Mirá, tomáte el día franco, andá al cine, hacé lo que quieras, pero no armes lío. Si te enredás con la policía te echo del diario.
  Renzi se sentó frente a la máquina y puso un papel en blanco. Iba a redactar su renuncia; iba a escribir una carta al juez. Por las ventanas , las luces de la ciudad parecían grietas en la oscuridad. Prendió un cigarrillo y estuvo quieto, pensando en Almada, en Larry, oyendo a la loca que hablaba de Bairoletto. Después bajó la cara y se largó a escribir casi sin pensar, como si alguien le dictara:
  Gordo, difuso, melancólico, el traje de filafil verde nilo flotándole en el cuerpo, empezó a escribir Renzi-, Almada salió ensayando un aire de secreta euforia para tratar de borrar su abatimiento.
  Piglia, Ricardo. Nombre falso, Buenos Aires, Seix Barral ,1994.  


EL ARMA DE CHÉJOV: TODO ELEMENTO TIENE UNA FUNCIÓN

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